A veces me pregunto por qué tan pocos buscan escuchar el murmullo del alma. Mis pensamientos nunca se han conformado con la simple superficie de la vida; saben de secretos que yacen más allá del tiempo y la carne.
Desde niña comprendí que la muerte no es un final, sino un retorno: un susurro del hilo invisible que nos guía de vuelta al origen, al corazón de la existencia. No miro este viaje con temor, sino con la serenidad de quien ha cruzado puertas infinitas. La carne es solo un velo, un vestido que el alma se pone para sentir, para aprender, para recordar que siempre fue luz.
Cuando alguien parte, en realidad se libera. Atravesando el umbral, su ser entra en un espacio donde el dolor no existe, donde la memoria se convierte en canto y la energía danza en un ciclo renovado. He sentido esas almas suspendidas en el aire, etéreas y luminosas… no desaparecen, solo se transmutan. Regresan al polvo de estrellas del que surgieron, al fuego primordial que nos dio forma. Algunas brillan con intensidad no por superioridad, sino porque recuerdan quiénes fueron y de dónde vienen.
Nosotros también somos semillas estelares, fragmentos de divinidad plantados en el mundo, portadores de memoria cósmica. Cada experiencia, cada vida vivida, queda almacenada en una biblioteca invisible de registros, un archivo sagrado que contiene todo lo que hemos sentido y aprendido a través del tiempo y los mundos. Somos, en esencia, viajeros eternos que llevan la chispa de la creación dentro de sí, recordando, en silencio, que somos divinos y que nuestra esencia trasciende la carne.
Al final, todos volvemos al mismo latido cósmico, al pulso que vibra más allá de nombres, dogmas o religiones. Allí donde el amor no necesita forma, donde el fuego de la divinidad respira en cada átomo, en cada viento, en cada mirada.
El dolor humano se aferra con miedo, intenta retener lo que ama, olvidando que el alma no puede ser encadenada. Solo desde la entrega y la paz podemos liberar a quienes han cumplido su ciclo. Y al hacerlo, encontramos descanso nosotros también.
A veces siento que hemos vivido tantas vidas juntos que los vínculos no nacen, solo se reencuentran. Cada alma que toca la nuestra lo hace porque ya nos reconocía en algún lugar entre los mundos, aunque nuestros recuerdos se hayan desvanecido.
Y así será hasta que aprendamos a mirar la muerte con los ojos del alma: no como un abismo, sino como un retorno al templo eterno de donde vinimos. Un día, todos cruzaremos esa puerta, donde la carne se disuelve y la eternidad se percibe como un suave respiro.
Mis palabras pueden sonar extrañas, pero no buscan convencer. Solo invitan a recordar lo que, en lo profundo, todos sabemos: la vida y la muerte son dos nombres para la misma puerta, y al atravesarla, no nos extinguimos. Nos transformamos en lo que siempre fuimos: luz viajando entre mundos, semillas de divinidad que laten en el universo.
-Wyn
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